Desperté pasada la medianoche. Mi cuerpo,
frío y sudado, temblaba. Palpé el velador, no lo encendí, y palpé la cintura de
mi esposa. Estaba a salvo. Apoyé la cabeza en la almohada, seguro de que un mal
sueño, que no recordaba, era la causa de mis temores y, cubriéndome el torso
con sábanas y mantas, acurruqué inquietudes y ansiedades contra la cálida
silueta que descansaba a mi lado.
Mortecinas
luces artificiales, inundando el dormitorio y anunciando que el amanecer estaba
lejos, impedían que conciliase el sueño. Suponía que si dejaba de verlas, mi
familia y yo, seríamos víctimas de alguien que nos acechaba. La intuición y los
sentidos gritaban que la causa del repentino despertar era la presencia de una
amenaza, de la mirada que golpeó mi rostro mientras dormía, de una silueta
oscura que caminaba alrededor de la casa o de una respiración sofocada.
Salté
de la cama, atravesé el corredor a toda prisa y observé la pequeña figura de mi
hijo descansando, respirando suave y pausadamente, ajena a todo lo que ocurría.
La imagen calma no ahogó el ardor que me quemaba el rostro y el pecho. Una idea
atravesó mi mente cual proyectil en llamas; la amenaza estaba dentro de la
casa, acechándome en la oscuridad.
Revisé,
sin encender las luces, todos los ambientes. No encontré ningún rastro de la presencia
que me hostigaba. Intenté convencerme de que debía calmarme y regresar a la
cama; quizá todo fuese el producto de una pesadilla.
Sin embargo, un temor olvidado en la
infancia, quizás ancestral, golpeó mi ánimo, paralizándome de pies a cabeza. El
lobo. En algún lugar del jardín, agazapado o rondando, un lobo enorme, de
pelaje gris característico, fuertes mandíbulas y ojos brillantes, olfateaba la
adrenalina que expulsaba mi cuerpo excitado y los suaves olores de un niño y
una mujer.
Imaginé,
bañado de horror, lo que esa bestia haría. Sentí que la cabeza me estallaba,
que cada uno de mis músculos se tensaban hasta vibrar, que una película roja
cubría las imágenes y que entre mis dientes apretados nacían hilos de sangre.
Observé, desesperado y moviéndome ágilmente,
por las hendijas de todas las persianas. Nada. Sólo veía un frío jardín
manchado de grises. ¿En dónde estaba?
Los músculos de mis piernas cedieron a la
presión y caí sin poder asirme al marco de la ventana. Creyéndome herido,
arrastré mi cuerpo hasta el baño. Escuché gritos, alaridos y el inconfundible
jadeo animal. Estaba seguro de que la bestia había salido de su escondrijo y
amenazaba a mi hijo.
Trepé
con renovado ímpetu al lavatorio y vi, reflejado en el espejo, al lobo. A ese
depredador que aparecía en los sueños infantiles y que nunca había podido
enfrentar. A ese temor que, durante años, me persiguió en los pensamientos.
Entonces, supe que todo estaba perdido.
Fernando José Veglia dirige el Periódico Irreverentes http://www.periodicoirreverentes.org/