Siento pánico de
salir. En la calle están ELLOS. Intento no escucharles, pero oigo sus
opiniones, sus argumentos, lo que piensan de la vida; veo sus rostros
abotargados por el alcohol, el aburrimiento o la estupidez, la posición de sus
cuerpos y sus movimientos, toscos, brutales, como de humanos primitivos,
lejanos en el tiempo; sus carcajadas ante los mismos chistes que rieron sus
tatarabuelos, sus ropas intencionadamente feas, sucias, como si pretendieran
competir en una pasarela de vagabundos, de bestias mal disfrazadas de humanos.
Siento terror apenas disimulado ante esos padres que decidieron dar la vida a
un ser deforme e incapaz antes que buscar una nueva oportunidad para engendrar
un hijo bello, sano, normal, con posibilidades de vivir una vida plena. Se me aprecia
sin esfuerzo el rechazo que me producen esas pieles tatuadas, como de
integrantes de tribus primitivas, incultas y condenadas a la nada, con letras o
dibujos sobre la pieles que envejecen, cuyos verdaderos significados
desconocen, y sus caras de sana y alegre animalidad, desprovista de cualquier
idea, sin el más mínimo atisbo de compresión de qué puede ser la trascendencia.
Busco en sus ojos –a mi pesar- un destello de inteligencia, de comprensión, de
alma humana, y encuentro miradas vacías, innobles, con menos destello de
inteligencia que los ojos de los perros o los gatos, que siempre parecen tener
esa mirada de comprensión, incluso a veces de desprecio.
Los lugares públicos me aterran, con las conversaciones repetidas y
multiplicadas por miles sobre vaguedades y cosas de la vida, con los
ojos de los replicantes perdidos en los escaparates, con esa falsa humanidad
que no es sino una caricatura grosera y pobre de la verdadera, a la que sólo se
accede mediante la comprensión, con esa mentirosa y tétrica careta de
auténticos seres humanos que aterra por cuanto tiene de intento fallido.
Apenas me deleito con la visión fugaz y deslumbrante de la belleza de una
muchacha, de sus ojos, de su sonrisa, de su alma aún no desgastada, o de un
chico que aspira a ser el macho de la manada y tantea sus fuerzas con el
entorno, veo la decaída presencia de quienes podrían ser sus padres, hundidos,
convertidos en feos mamíferos a fuerza de perder día a día, intencionadamente,
el brillo de sus rostros, de sus ojos, de sus almas; destinados por ellos
mismos a no ser más que elementos intercambiables del rebaño anodino. A veces
me pregunto dónde quedó la arrogancia de sus adolescencias, dónde el desparpajo
de aquel momento en que se enamoraron para siempre antes de comprender que
habían emprendido el camino del fracaso y que ya no eran capaces de reconducir
sus vidas, en la pendiente de la miseria.
Paseo por las calles de mi infancia y todo es desolación; desaparecieron
las antiguas tiendas en que los propietarios se afanaban por sobresalir de lo
cotidiano, los talleres en los que el trabajo manual era digno, forjador
de hombres humildes, pero hombres, los billares en los que formamos nuestras
almas y creímos poder cambiar el mundo, o donde –al menos- mostramos esa
aspiración, en grupos de machos jóvenes y exultantes, bellos, salvajes,
destinados al todo, a la gloria, a los grandes actos, a la vida literaria o
artística, y a la desilusión –sin saberlo-.
Recuerdo lo mejor de mi alma: el amor por la belleza, por lo sublime, por
lo inalcanzable; una frase que descubrí en mi infancia y que me influyó para
siempre: “vive como si fueras a morir mañana, construye como si fueras a vivir
eternamente” se convirtió en guía de mi vida y en decepción ante mis fuerzas y
las carencias de mi alma diluida entre mil impulsos. El ideal de la belleza era
lo mejor de mi alma, por eso mi mala cabeza siempre deseó sólo lo inalcanzable,
lo que algunos –tirando por lo bajo- hubieran definido como una unión mística,
combatir hasta el último aliento incluso sin esperanza de victoria, sólo por la
belleza del fragor del combate, crear de la nada algo distinto de la realidad gris
y desapacible. Me pides que te cuente lo mejor de mi alma, y me desnudo para
explicarte que por ello me rodeé de cuadros, de libros, de música, de terrazas
al cielo, lejanas de la calle, de plantas y árboles siempre llenos de vida, y
que dediqué cuanto tiempo pude a hablar con mis amigos muertos, que desde el
papel y desde los años pasados, a veces los siglos, decían para mí las mejores
palabras que sus cerebros supieron crear. Y si tuve una patria, o creí tenerla,
fue la suya. Me pides que te hable de lo mejor de mi alma, y al recapacitar
comprendo que sólo puedo amar las almas bellas, las mujeres bellas, los libros
inteligentes, los edificios con estilo eterno, el teatro del que sales con
lágrimas en los ojos o una sonrisa imborrable, la música de Mozart, que soy el
enamorado de la ideal Hadaly y que sé que el barco que la lleva va
irremediablemente a naufragar, porque he leído demasiadas veces esa historia y
creo haberla entendido. Me instas a que aflore lo mejor de mi alma, y para
hacerlo debo hundir la mano en el cieno de las fealdades, de las mediocridades,
de mis terrores, de mis nauseas, de mis debilidades, y al sacar lo bello desde
lo más profundo lo contemplo manchado de cieno y de insatisfacción. Y al
explicarte cuanto me has pedido conocer, comprendo que quizá no haya nacido
digno de ese ideal que ha marcado mi vida, pero que al pasar todo el tiempo en
la busca, me ha dado sentido. Y si no encuentro el alma gemela con quien
compartirlo todo, completamente, por la eternidad tan breve que nos ha sido
dada, poco a poco he comprendido que seré yo mismo quién ansíe poner fin a unos
días que tuvieron sentido con tan bellos ideales, y lo perdieron en el fracaso
del logro.
Extraído del libro Extraña noche en Linares