Mi
padre tenía nueve años cuando comenzó la guerra. Qué guerra da igual. Su padre
estaba en el frente, sus hermanos mayores estaban en el frente, y él, el
hermano pequeño, el macho pequeño de la manada, era el encargado de buscar allí
donde caían las bombas del enemigo, en las huertas abandonadas, la comida de la
familia. Una lechuga, coles, patatas, un melón. No era muy difícil, se trataba
de ser ágil de cuerpo y de mente; todo lo más, podían matarle. Decía una
representante de la causa, mientras mi padre, niño, se jugaba la vida ante los
obuses del enemigo, bendecidos por el Santo Padre católico, que es preciso que
se acentúe la moral del sacrificio y el sentido de responsabilidad individual y
colectiva. La moral ha de llevarnos a aceptar todas las penalidades, el
racionamiento, la honradez y la austeridad, y todos nos hemos de sentir
soldados de una gran causa. Y mi padre dejó de estudiar, como todos los niños,
para buscar la comida que las buenas palabras de los líderes de la causa no
traían. Cuando acabó la guerra, los hermanos mayores de mi padre fueron a
campos de concentración, su padre fue represaliado; cuando pudieron, los
hermanos fueron al exilio o a la emigración, qué más da. Al perdedor sólo le
queda la diáspora o la sumisión. Y con doce años tuvo que ser el macho joven de
la manada, quien buscara la comida para la manada, como si la naturaleza
hubiera perdido el sentido entre los humanos.
–Cuando
vayas a llegar a la estación, quinientos metros antes, acuérdate de lanzar con
cuidado el aceite por la puerta del tren y te tiras tú. Lo recoges, y vienes a
pie. ¿Entendido? Y que no le pase nada al aceite.
–Sí,
madre.
Cómo
no entenderlo. Si el policía esperaba con el arma en la estación de ferrocarril
para incautarse del aceite, como si el Estado hubiera regado y abonado el
olivo, como si tuviera derecho a legislar y dosificar el hambre.
Mi
padre había aprendido de niño que la infancia era el período del aprendizaje,
por lo que le pusieron a trabajar, con la familia repartida por Francia,
Australia, Brasil, Argentina o Uruguay. Se levantaba antes que el sol,
trabajaba, ayudaba en casa, y se acostaba después del sol. Año tras año. El día
en que tenía una naranja era la fiesta grande del año.
–Que
la vida es un valle de lágrimas, hijo.
–Sí,
madre, Pero yo todo lo hago con gusto por usted.
Cada
amanecer era gris, cada mediodía era gris, cada anochecer era gris. Los rostros
eran tan grises como las almas. Se rezaba en los colegios, en los trabajos, en
la iglesia, se fusilaba al amanecer, o se dejaba morir en las cárceles. Y mi
padre, tan niño, trabajaba. Mientras los hijos de los señoritos estrenaban
traje e iban al teatro, él trabajaba; mientras el hijo del rey huido tenía casa
en el exilio dorado, junto a la playa, esperando que le tirasen al plato sus
tajadas, él trabajaba. Tenía razones y la Ley Natural de su
parte para cortarles el cuello a todos, a cualquiera, pero trabajaba.
Y
llevó un luto tras otro, porque aquella era época de muertos. Por el padre, por
la madre, por su juventud perdida.
Y
trabajó toda su vida, sin parar. Para darnos una casa, para conseguirme una
educación, para que tuviéramos las buenas ropas que los bandos en conflicto no
se habían preocupado en procurarnos. Era el primero en salid del edificio y el
último en volver.
Por
la noche, si me levantaba, lo encontraba estudiando en el salón, recuperando lo
que la guerra el había quitado. Siempre esfuerzo sobre esfuerzo. Hasta que un
día, poco antes de cumplir yo los doce años, mi padre no vino a casa. Estuvo
conmigo mi abuela.