Sonó el timbre de la puerta. Era la policía.
—Está
en el salón —fue lo primero que dijo Richard al individuo alto y sombrío, de
larga gabardina, que se encontraba al otro lado—. Tuve que…
—No
se preocupe —respondió este, en un tono que quizá pretendía ser
tranquilizador—. Connor, Johnson, id a ver.
Mientras
los dos agentes uniformados cruzaban la puerta en dirección al lugar que
Richard había indicado, el hombre de la gabardina clavó sus ojos en el
tembloroso dueño de la vivienda.
—Soy
el inspector Ramírez, hemos hablado por teléfono. ¿Qué ha ocurrido después de
nuestra conversación?
Ramírez
atravesó también el umbral, apartando al otro con su mano derecha. Richard
cerró la puerta y comenzó a caminar lentamente hacia el interior, acompañado
del inspector.
—Al
principio estaba en silencio, pero poco después de colgar el teléfono empezó a
soltar una retahíla de sinsentidos. Intenté no hacerle mucho caso hasta… hasta
que habló de mis hijos.
—¿Les
amenazó?
—Dijo
que Judy se había portado muy bien este año —respondió Richard, que ya había
alcanzado el salón—, y que tenía algo muy especial para ella. ¡Tiene seis años,
inspector! ¿Qué clase de pervertido diría algo así?
El
inspector asintió, mientras contemplaba la escena. El cuerpo de un hombre
grueso y con barba, vestido con una especie de pijama rojo y blanco, yacía
sobre el suelo de madera con varios impactos de bala en pecho y cabeza. Junto a
él se encontraba una bolsa de iguales colores.
—¿Fue
cuando lo hizo? —preguntó Ramírez.
—No,
no. Le dije que se callara, que no iba a permitirle nombrar a mi hija. Y,
entonces, empezó a hablar acerca de Tom. Dijo que le llevaba observando todo el
año; mencionó su función teatral y también la caída que sufrió con la
bicicleta. Luego, llevó su mano a la bolsa.
—Investigaremos
su contenido —dijo el inspector, señalando en esa dirección—, pero, contenga o
no algo peligroso, está claro que usted solo pretendía proteger a su familia.
—Si
no hubiera sido por aquel aviso —dijo Richard, algo menos nervioso—, no quiero
ni pensar en lo que ese cerdo les podría haber hecho.
—Es
cierto, la llamada que me comentó cuando hablamos por teléfono. Lo que no me
dijo es de quién se trataba. ¿Algún vecino?
—Se
identificó como Mel. —Ante la cara del inspector, aclaró—: era un hombre, como
le dije. Quizá no entendí bien el nombre.
—Ya
da igual. Lo importante es que tanto usted como su familia están a salvo. Y,
probablemente, muchas más familias.
En
el exterior nevaba. Aun así, aquella escena estaba siendo observada a través de
la ventana por tres silenciosas figuras. Tres hombres que miraron a Richard y
al inspector, para acabar contemplando el cuerpo sin vida en el suelo del
salón.
Y los tres se rieron.
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