Vuelve a hacerse
real aquel olor de surcos profundos, incrustado desde hace tanto en algún lugar
entre su nariz y su conciencia. Siempre le ocurre en los recesos de las vistas
finales, cuando tiene que salir impulsado hacia el servicio a lavarse frenéticamente
las manos: es lo único que lo alivia. Nadie, sin embargo, conoce su manía.
Nadie imagina que un fiscal del Tribunal Supremo, tan agresivo en los
interrogatorios, tan implacable en la lucha contra la pederastia que lo ha
hecho mediático, muestre esa debilidad ante un espejo. El fiscal acaba su
ceremonia. Y mientras se dirige a la puerta y va recobrando su porte de plomo,
desde el espejo se lo queda mirando un monaguillo de doce años de ojos
asustados, que ha ido a casa de don Venancio a buscar un paraguas y que recibe
las primeras caricias aviesas de unas manos que siempre apestan a sardinas.
Publicado originalmente en http://www.edicionesirreverentes.com/relatos/10Fiscal.htm
Del libro Microantología del mirorrelato III