Con mil esfuerzos, aullando de dolor, Mario consiguió atarse
el pañuelo por encima de la rodilla de su pierna destrozada por la metralla y,
rompiéndose las uñas, logró cauterizarla cubriéndola de tierra. ¿Y si gritaba
pidiendo ayuda? ¿Y si lo escuchaban los enemigos y lo remataban? Paulatinamente
las balas dejaron de silbar y la artillería calló. De pronto se movieron unos
matorrales y apareció una figura humana, tambaleante. Vestía el uniforme
enemigo y tenía el pecho de su guerrera empapado en sangre. Dio dos pasos y
cayó al suelo donde quedó con la cabeza ladeada y los ojos sin vida fijos en
él. Mario sintió que una congoja infinita le estrujaba la esponja del corazón.
"Ese desgraciado no es mi enemigo. Ese desgraciado es mi hermano al que
engañaron igual que a mí durante el periodo de entrenamiento, con banderas,
música, alegres canciones, arengas chauvinistas, rememoración de las grandes
gestas bélicas nacionales del pasado, ensalzamiento de los héroes que
ofrecieron hasta su última gota de sangre, generosamente, para salvar a la
“Patria” amenazada por unos poderosos enemigos que pretenden destruir su
cultura milenaria y esclavizar a nuestro pueblo. Y ahora está muerto y yo puedo
correr su misma suerte".
—¡Hijos de puta!
Ni se había dado cuenta de cuando
comenzó a llorar.