Medianoche. Treinta y uno de
diciembre. En el espejo, él estaba bien peinado, con un traje elegante y una
sonrisa de triunfo dibujada en su rostro. Después me di cuenta. ¡Era yo! Pero
no ahora sino dentro de diez años. ¿Sería posible? Desde luego, pero tendría
que conservar aquel reflejo, capturarlo para siempre en una foto y así ser
capaz de recordar al destino que el éxito era una realidad y no una fantasía.
Sin embargo, para coger la cámara tendría que salir del marco del espejo y
quizá cuando volviera ya hubiera cambiado. Eso pensaba cuando el espejo se
rajó, el reflejo emergió de allí como un rayo y me cogió del cuello, impaciente.
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Madera podrida con un clavo
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