David llevaba unas cinco semanas como repartidor de pizzas a domicilio, y estaba satisfecho con su trabajo. Ganaba suficiente para ahorrar un dinero que, esperaba, le serviría para independizarse en unos cuantos meses. Entretanto, vivía con su madre y guardaba casi todo lo que ganaba; eso sí, ya no podía contar con la semanada que ella le daba, así que recurría a su sueldo para los pequeños gastos.
Trabajaba para PizzaRapid, una de las numerosas empresas de comida a domicilio que había en la ciudad. En ocasiones se encontraba con las motos de algún competidor, y más de una vez jugaron a ver quién salía más rápido en los semáforos. Hasta ahora había salido bien librado, aunque reconocía haber cometido alguna que otra infracción de tráfico.
Llegó al portal que marcaba la dirección que le habían dado. Le llamó la atención la presencia de otra moto, ésta de ExpressPizza, uno de sus odiados competidores.
Sólo por si acaso, leyó de nuevo la dirección. Estaba correcta, era aquel portal.
¡En fin! Allí había varias viviendas, así que podría ser casualidad que algún otro vecino llamara a la competencia.
Tocó en el portal. Era el 6º izquierda.
—¿Sí? —dijo una voz de mujer. David suponía que le estarían viendo a través de la cámara. Pero de todos modos contestó.
—Pedido de PizzaRapid.
—Sube. Si te das prisa, tal vez coincidas con tu compañero.
A David le extrañaron esas palabras, pero no les dio mayor importancia. Entró y se dirigió al ascensor, que estaba justo enfrente al portal.
Allí esperaba el otro repartidor, con el uniforme de ExpressPizza. Aguardaba la llegada de la cabina del ascensor, con su bolsa roja reglamentaria.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó David, en plan provocativo.
—Lo mismo que tú, gilipollas. ¿A qué piso vas?
—Al sexto. ¿Y tú?
—Al mismo.
El ascensor se detuvo. El otro se introdujo el primero, pero David no esperó para hacer lo propio.
—Supongo que no te molestará que te acompañe —dijo, en tono beligerante.
—Claro que no. Las pizzas hay que repartirlas rápido. Por cierto, me llamo Paco, ¿y tú?
—David.
No se dijeron ni una palabra más mientras el aparato subía. Cada uno aguardaba el primer movimiento de ataque del otro, en un lado de la cabina.
Por fin, se detuvo el ascensor. No hubo ataque por parte de ninguno de los dos. David salió el primero, y Paco no esperó ni un segundo.
David dudó en el pasillo. Había tres puertas, cada uno con su placa «Derecha», «Centro», e «Izquierda». Se dirigió hacia esta última.
Casi ni se fijó en que Paco hacía lo mismo.
Llegaron juntos a la puerta. Paco tocó el timbre, antes de que David pudiera hacerlo.
Debían de haberlos visto a través de la mirilla, porque la puerta se abrió sin preguntar quién era. Una mujer de unos cuarenta o cincuenta años (David era malo para calcular la edad de las mujeres, y todas las maduras les parecían de la misma edad), les dejó pasar.
—¡Qué bien, los dos a la vez! ¡Pasad, chicos, pasad!
—Disculpe, señora, pero ¿no habrá un error? Lo digo por mi compañero aquí presente —preguntó David.
—El único equivocado aquí eres tú, gilipollas —exclamó Paco.
—¡No os enfadéis, chicos! —intervino la señora—. No hay error alguno. Yo pedí una pizza a PizzaRapid y otra a ExpressPizza. Espero que no os molestéis, porque pienso pagar las dos.
—Si es así… —contestó Paco.
David no replicó.
—Dejad las pizzas en la mesa —dijo la mujer—. Por cierto, me llamo Marisa y quería haceros una propuesta. A los dos —recalcó esto último.
Paco y David sacaron sus respectivos pedidos y los depositaron sobre la mesa del salón.
David echó un vistazo rápido a su alrededor. Vio algunas fotos enmarcadas en un aparador, junto a una librería muy surtida y llena de libros desordenados; estaba claro que se leían los libros, no estaban de adorno.
Observó también unos muebles muy suntuosos, incluyendo un equipo de televisión de gran tamaño con altavoces, y varios reproductores, desde un anticuado de casetes hasta un bluray.
No le dio tiempo de seguir observando. Doña Marisa venía con dos billetes de 50 euros, uno en cada mano.
A David se le cayó el alma al suelo. ¡No tenía cambio!
—Esto es para vosotros —dijo la mujer.
—No tengo cambio, señora —observó Paco—. ¿No se le dijo por teléfono que debía tener el importe exacto? Las normas de seguridad…
—Todo eso lo sé, chico —cortó Marisa—. Podéis quedaros con el cambio, si me hacéis un favor. Los dos —otra vez el retintín al decir «los dos».
—¿De qué se trata? —preguntó David, mientras hacía cuentas mentales. La pizza eran 8 euros, lo que dejaba 42 netos para él… Esperaba que «el favor» no fuera nada difícil.
Paco no dijo nada, porque ya David lo había hecho por él. Y también hizo una cuenta similar en su cabeza.
—Veréis, chicos. Me encantan los pepperoni…
—Disculpe, doña Marisa, pero el encargo que me dieron no era de pepperoni —interrumpió Paco—. Era una «cuatro estaciones».
—La mía es de champiñones y jamón —observó David.
—No me refiero a pepperoni en las pizzas, chicos. Y, por favor, llamadme Marisa, sin el «doña».
—Me temo que no la entiendo, Marisa —indicó David, aunque una sospecha se empezaba a abrir en su mente.
—¿No seréis gais, por un casual?
—¡No, señora! —respondieron los dos, al unísono.
—Bien, porque me refiero a vuestros pepperoni. Y si os portáis bien, aquí tengo esto —enseñó un billete verde, de cien euros.
A David se le encendieron los ojos. Y de pronto fue consciente de que aquella mujer, Marisa, no estaba mal para ser una puretona. Aunque lo más seguro sería que le doblaba en edad, tenía buen cuerpo.
No se molestó en disimular la mirada que le echó de arriba abajo. Tenía el pelo rubio, no muy largo, enmarcando la cara redonda. Los labios gruesos, apetecibles. Un ligero rubor se marcaba en las mejillas, tal vez porque se sabía observada. No llevaba maquillaje, por cierto.
El cuello era corto, y acababa en un escote enorme, mostrando un sostén una o dos tallas menor que el que debía: aquellas tetas parecían querer salirse.
Vestía una bata de estar por casa, ligeramente transparente, a través de la cual se apreciaba la cintura, estrecha, y se vislumbraban unas braguitas más bien pequeñas. Las piernas eran torneadas, al igual que los brazos. Y calzaba unas zapatillas rosas, del mismo color que la bata.
Se dio cuenta de que Paco había estado haciendo lo mismo.
—¿Qué os parezco? —preguntó Marisa—. ¿Podéis quedaros un rato para que yo pueda probar esos pepperoni que ya noto en vuestros pantalones?
Era evidente que la excitación de David le estaba pasando factura. No quiso mirar, pero sospechaba que lo mismo le sucedía a Paco.
—Disculpe, Marisa, pero debo avisar a la empresa —observó David, echando mano de su teléfono.
Paco no tenía ese problema. En su empresa eran varios repartidores y si uno se retrasaba, habría otros para llevar los pedidos.
Pero en PizzaRapid sólo estaba David para los repartos.
Mientras la mujer abría la bragueta de Paco, David se daba toda la prisa que podía en marcar. Los nervios le jugaron una mala pasada y marcó un número erróneo.
Observando lo que hacían los otros dos, consiguió al fin comunicar con su empresa. Dio una justificación a su retraso «una cola de mil demonios y varios guardias, así que no puedo saltármela», y optó por ignorar los insultos y blasfemias de Gino, el encargado de atender al teléfono. Tal vez él tuviera que usar su moto para hacer los repartos, dejando a Julio, el cocinero, a cargo del teléfono. Una mala solución, sin duda.
Pero ver cómo Marisa se introducía en la boca una y otra vez el miembro de Paco le hizo olvidar todos sus problemas laborales. Buscando recuperar el tiempo perdido, se bajó los pantalones y los gayumbos. Ofreció su verga palpitante a Marisa, quien la tomó en sus manos.
Poco después, los tres estaban desnudos y en el sillón más grande del salón. Marisa se puso a cuatro patas, mientras David la penetraba por detrás y Paco por delante.
De pronto, la mujer se soltó, dejándolos a los dos a medias. Fue a la nevera y vino con un tarro de margarina.
—Tengo ganas de hacer algo que vi una vez en «El último tango en Paris» —dijo, a modo de explicación.
David no entendió nada. Aquella película no le era conocida.
Marisa humedeció el órgano de David y luego lo untó con margarina.
—Ponte aquí —le dijo, haciéndole acostarse boca arriba en el sofá.
Ella contempló el mástil erecto.
—Perfecto —dijo, y se lo insertó en su ano. Le costó un poco, y no pudo disimular un gesto de dolor.
—Ahora tú, Paco —añadió, ofreciendo su húmeda vagina al otro.
Paco no esperó un instante para penetrarla.
Marisa gemía de placer. Y David también. Nunca había sentido tanto gozo.
Paco también disfrutaba, y gritó sin control.
Los tres gritaron a la vez, y David sintió cómo se derramaba en el interior de la mujer.
Paco tardó unos segundos en hacer lo propio. Agotado, se dejó caer sobre Marisa, quien a su vez reposaba sobre David.
—Sándwich de pepperoni —exclamó la mujer, entre jadeos.
Poco después, los tres recogían las prendas de vestir, tiradas por el suelo. Los dos jóvenes tomaban sus bolsas de reparto, casi idénticas.
David recibió el billete verde, y para Paco fueron los dos de cincuenta.
—¿Y las pizzas, Marisa? —preguntó David antes de salir por la puerta, detrás de Paco. Ambas permanecían en sus cajas de cartón, y seguro que ninguna estaba ya caliente.
—Me encantan frías. Podéis iros tranquilos —les despidió.
Si quieres leeer más textos de Félix, lo tienes en